É o escritor um simulador, e por isso um simulador até ao fim, ou antes um fotógrafo, um retratista, dotado de uma técnica particular? E para que servem os textos que se não «compreendem» à primeira, à segunda ou mesmo à terceira leitura? Eis o tema – antigo e atual – do artigo de Enrique Vila-Matas saído na Babelia deste sábado.
Tipos complicados
Enrique Vila-MatasAlgunas personas dicen que no entienden lo que usted escribe, incluso después de leerlo dos o tres veces. ¿Qué les sugeriría que hicieran? – Que lo leyeran cuatro veces.
En esta mañana de fin otoño en São Paulo, la respuesta de William Faulkner me permite entrar directamente en materia y acordarme de las diferencias entre libros que se venden mucho (porque, como decía Bolaño, “cuentan historias que se entienden”) y libros que, por inscribirse en una tradición más compleja de construcción de historias, “se entienden” menos y salen malparados cuando se l es compara con esa narrativa que podríamos llamar “normal” y que no es otra que la que todo el mundo consume sin más problema.
¿Narrativa normal? ¿Cómo interpretar algo así? ¿Narrativa que no marea la perdiz y toma la línea recta para contar algo? Creo que detrás de la división bolañesca se esconde un conflicto entre el impulso antiintelectual de la cultura de masas que no ha parado de crear monstruos y narradores sencillos – toda esa serie incesante de escritores que se adaptan, que se someten a cierta tentación analfabeta y se presentan ante los lectores (para no asustar) como personas no intelectuales, alejadas de esa casta de gente que lo enrarece todo porque piensa demasiado – y el impulso de los que huyen de la narración lineal y conversan sobre libros y se interrogan acerca de cuestiones relacionadas con la realidad misma de la literatura, en busca siempre de nuevas formas que ayuden a encontrar la salida a tantas novelas decimonónicas y tantas obras vanguardistas mal copiadas: gente que ama la vieja oscuridad o dificultad en la construcción de historias, estilo Faulkner, o estilo Macedonio (Fernández), tanto da mientras se mantenga el espíritu de la complejidad y el laberinto.
En este hotel del barrio paulista de Higienopolis todo parece confabularse esta mañana para confirmarme que estas dos tendencias “literarias” se corresponden en el fondo con dos maneras de contemplar el mundo; una, la de quienes dicen que la vida es así y no hay que darle más vueltas, pues el mundo no tiene penumbra; otra, la de quienes consideran que hemos ido a parar a un planeta equivocado y deciden llevar la vida errante de los melancólicos, cuyo ánimo para las cosas se define por una percepción, difícil de articular, de que no pertenecen al mundo, de que tal vez los seres humanos en general no pertenecemos a este enclave terráqueo en el que nos hallamos; algunos de estos melancólicos van aún más lejos y sospechan que nuestra salvación es la muerte, pero no la que conocemos, sino otra que no es precisamente de este mundo…
Es evidente que entre una y otra forma de mirar la vida hay un claro abismo, muy probablemente el mismo que existe entre los que se contentan narrando las historias sin más (como si hubieran recientemente llegado al mundo y fueran del todo inocentes y no tuvieran referencias de que alguien hubiera hablado ya antes de todo aquello) y los que, en cambio, sienten la necesidad de construir esas historias de una forma más compleja y diferente, no ignorando que es preciso relacionarlo todo e investigar, no cesar en los intentos de ver más.
Dicho de otro modo: en la taberna (o tabarra) de los conservadores narradores lineales o registradores de lo positivo, el mundo, tal como nos ha sido dado, no es puesto nunca en duda; pero en el otro extremo, en el callejón de l os tipos complicados, se evoca lo negativo y de un modo u otro todos parecen afiliados a este aforismo de Kafka: “Sé nadar como los otros, pero tengo mejor memoria que ellos y no he olvidado el no-saber-nadar de antaño. Y como no lo he olvidado, el saber-nadar no me sirve de nada y, en consecuencia, no sé nadar”.
En el sobrio y a veces terrorífico ambiente de los tipos complicados —probablemente un callejón de mala vida, de ásperos muros de ladrillo cubiertos de sombras— se considera un crimen desaprovechar con un relato lineal las inmensas posibilidades que ofrece una historia que para ser más profundamente comunicada exige a veces un inteligente zigzagueo en la narración. También es cierto que, quizás porque han de pagar su osadía o melancolía, los tipos complicados no saben nadar y suelen tener menos lectores, pero, eso sí, pocos les negarán esa gran dignidad y coraje que, como decía el otro día Vargas Llosa “irán siempre recordando a las nuevas generaciones de lectores y escritores que el secreto corazón que mantiene viva a la literatura es siempre ir más allá, establecer nuevas fronteras para la creación, renovar y revolucionar lo que ya existe…”.
Amo los últimos derroteros del otoño, cuando la luz, como sucede hoy, es de tal belleza que parece idéntica a la que vieron en otros siglos nuestros clásicos, nuestros antepasados quizás más serenos. Yo creo ahora estar viviendo con intensidad este extraño momento en Higienopolis, este instante que sospecho que quiere ir más allá, aunque tal vez sólo busque acompañar a la luz que me ilumina ahora dos páginas de la correspondencia completa de Bruno Schulz, del libro de cartas que tantas veces retomo como si fuera un viejo misal que contuviera toda mi fe en la literatura.
El revelador episodio arranca cuando un Gombrowicz convertido por momentos en un hombre simplón —hasta diría que tocado por el neopopulismo de la cultura de masas— le cuenta por escrito a Schulz una conversación con una desconocida, la esposa de un médico, quien por lo visto le dijo que, en su opinión, el escritor Bruno Schulz era “un perverso enfermo o un simulador, más probablemente un simulador”. El episodio deja en evidencia a Gombrowicz, que desafía a Schulz a defenderse por escrito y acaba recibiendo una respuesta genial de Schulz, que le da a la cuestión un enfoque sesgado.
¿Qué es, pregunta Schulz, lo que hace que Gombrowicz y los artistas en general, presten atención, e incluso encuentren un secreto placer, en las expresiones más estúpidas y más filisteas de la opinión pública?
“¿No le asombra a usted – le pregunta a Gombrowicz – su involuntaria afinidad y solidaridad con lo que en el fondo le es ajeno y hostil?”.
Una afinidad no reconocida con la insensata opinión popular, sugiere Schulz, procede de modos atávicos de pensamiento arraigados en todos nosotros. Cuando algún desconocido ignorante lo tacha a él, a Schulz, de “simulador”, “una muchedumbre oscura e inarticulada se alza en usted, como un oso adiestrado para obedecer el sonido de la flauta de un gitano”.
Capto a la perfección cómo esta luz matinal – la misma que vieron los héroes de un tiempo que hoy me parece un único tiempo – crece cada vez más en intensidad, tal vez para hacerme ver que los escritores no complicados forman parte de una pandilla de osos adiestrados.
¿Y los otros, los que lo complican y enturbian todo? ¿Nada que reprocharles? Bueno, en el callejón hay días en los que sólo pueden verse chulos, vagabundos, busconas, psicópatas, pervertidos y atracadores. Días en los que, de adentrarse uno allí, debe tener mucho cuidado, aunque en el fondo todos son almas benditas, pues reflejan al menos la preocupación expresada por Rilke en sus cartas sobre el deber del artista como portador de la memoria cultural. Tal vez por eso, tras los escritores eruditos o complejos de las figuras del callejón, se alzan siempre varios maestros antiguos, maestros muertos; todos aquellos que, como decía John Donne, un día se fueron al reino de la luz.
Voy pensando en ese reino mientras me acuerdo de un relato de Schulz, El jubilado, donde se habla de la infancia y de las tinieblas de la escuela: “Como no había suficiente luz, la enseñanza era verbal y de memoria. Mientras uno de nosotros recitaba con voz monótona, los demás contemplábamos, entornando los ojos, las flechas doradas y los zigzags que surgían de la bujía y se entremezclaban zumbando como la paja en nuestras pestañas entornadas…”.
Desde que leí ese relato, a los tipos complicados como Schulz les veo adentrándose en los zigzags de las bujías, siempre en busca de un código secreto. El último código del callejón.