Um artigo de Antonio Muñoz Molina publicado no Babelia – El País de 12 de Novembro de 2013. A propósito das apropriações redutoras de Albert Camus, levadas a cabo no ano do seu centenário, e da resistência que as suas palavras levantam a esse processo.
Una claridad inaceptable
Antonio Muñoz Molina
Canonizar a Camus en la ocasión oficiosa de su centenario es seguir empeñándose en lo que ni sus peores enemigos lograron cuando estaba vivo: domesticarlo, o en su defecto sepultarlo en la irrelevancia, o peor todavía, en el malentendido. Más de medio siglo después de su muerte, cuando las causas que más le importaron —la guerra de la independencia de Argelia, la revolución antisoviética en Hungría— ya están olvidadas, cuesta poco seleccionar unas cuantas frases suyas que suenen bien y ponerlas al pie de una de sus fotografías en blanco y negro para lograr un Camus confortable, que nos venga bien para legitimar nuestras posiciones o nuestros prejuicios. Seguro en su lugar del pasado, inmóvil en sus imágenes como un santo en una hornacina, leído por encima o citado de oídas, y desde luego desprendido de las controversias feroces que lo angustiaban y lo estimulaban, Camus queda solemne, indiscutible, irrelevante en el fondo, un escritor con madera de galán del tiempo en que los intelectuales salían en las fotos con un cigarrillo en la boca, fotogénico, eso sí, más fotogénico que ningún otro, ideal para pósters de librerías y portadas de suplementos literarios.
Pero basta leerlo de verdad para que esa efigie cobre voz e irrumpa en el presente, con la misma entonación apasionada que si lo que leemos acabara de escribirse, con una claridad que ha resistido limpiamente el paso del tiempo. Ser claro, para Camus, igual que para Orwell, era una exigencia a la vez estética y política. Las palabras tenían la tarea urgente de revelar la faceta del mundo que los seres humanos poseen en común, la que no está en las ficciones ni en los sueños, la que ayuda a distinguir entre lo que creemos o deseamos o imaginamos y lo que tenemos delante de los ojos. En su discurso del Premio Nobel, Camus reflexionó sobre los hitos históricos terribles que habían formado a su generación: los nacidos en los umbrales de la I Guerra Mundial, los que llegaban a la edad de la razón en medio de las grandes crecidas del comunismo y el fascismo, la que vio los campos de exterminio y cuando entraba en la madurez encontró, en vez de un principio de sosiego después de tanta devastación, el nuevo pánico de la guerra nuclear. Nada era más fácil para una generación así que dejarse seducir y cegar por las ideologías, o que caer en el nihilismo o en el fatalismo. Camus eligió a conciencia el camino opuesto: la racionalidad escéptica, la atención observadora, la búsqueda de soluciones tangibles y modestas que hicieran algo mejor la vida, sin aceptar la inevitabilidad de la injusticia ni tampoco la obcecación en el fondo religiosa y milenarista por paraísos futuros ganados al precio de matanzas de inocentes y de tiranías policiales del presente.
En ese empeño, la claridad expresiva era tan fundamental como la rebeldía contra las unanimidades y la consiguiente aceptación de su consecuencia inevitable, la soledad política. Ese Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo muchas veces y sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado hasta extremos de vileza que fueron todavía más vergonzosos porque los cometían antiguos amigos suyos y personas a las que él había ayudado y defendido. Leer el último de los tres volúmenes de sus Carnets es asomarse a la intimidad de un hombre sometido a un acoso que no sabe que no merece y que nunca había sido capaz de prever. Esa creciente negrura es la misma que sobrecoge tanto en sus Crónicasargelinas, que acaba de publicar en una nueva traducción al inglés de Arthur Goldhammer la Harvard University Press, en una edición ejemplar de Alice Kaplan. Camus reunió los materiales del libro en 1958, rompiendo el voto de silencio sobre la situación en Argelia que se había impuesto a sí mismo en 1956, después de un viaje a su tierra natal en el que había intentado, sin ningún éxito, lograr un acuerdo mínimo entre las autoridades francesas y los sublevados del FLN: ni siquiera una tregua militar, sino tan solo el compromiso mutuo de no matar a civiles.
Es justo defender a los oprimidos, pero no es lícito aprobar la injusticia y los horrores cometidos en nombre de ellos
La desvergüenza política puede ser ilimitada: a Camus, que había escrito ya en 1939 sus primeras crónicas contra las injusticias de la dominación francesa sobre Argelia, lo acusaban de defender el colonialismo quienes habían tardado casi veinte años más que él en advertir sus abusos; y habiéndose jugado la vida en la Resistencia tuvo que oír que lo llamaran cobarde colegas intelectuales que solo se habían sumado a ella, tan heroica como retrospectivamente, una vez asegurada la liberación de París.
Una y otra vez, a lo largo de los años, con creciente desolación, con integridad insobornable, Camus reitera en los artículos de periódico, las cartas y las conferencias, una postura política que es también una actitud vital, porque está escribiendo sobre la tierra en la que nació y la que más ama, la que siente como su patria luminosa y verdadera: es justo defender a los oprimidos, pero no es lícito aprobar la injusticias y los horrores cometidos en nombre de ellos; no se puede condenar el terrorismo y al mismo tiempo justificar la tortura aduciendo que es necesaria para combatirlo; los crímenes de un bando no hacen menos imperdonables los crímenes del otro.
Entre los paracaidistas franceses que torturaban y asesinaban a prisioneros argelinos y los militantes del Frente de Liberación Nacional que mataban y mutilaban a cualquiera, adulto o niño, militar o civil, por el simple hecho de ser francés, Camus se negaba a tomar partido. No por afán cobarde de neutralidad, sino porque estaba tan de parte de las víctimas de un lado como de las de otro, del derecho de los árabes argelinos a vivir en libertad y recibir justicia y también del derecho de más de un millón de argelinos de origen europeo a seguir viviendo en la misma tierra en la que había nacido. En un tiempo de estereotipos y caricaturas crueles dibujadas por el odio, quiso ver siempre a las personas reales por encima de las abstracciones de los pueblos. Ni los árabes eran terroristas fanáticos en su mayoría ni todos los europeos eran funcionarios coloniales ni terratenientes tiránicos. Y la mejor esperanza de unos y otros, europeos y árabes, cristianos, musulmanes, judíos, agnósticos, sería una democracia sin excluidos ni proscritos en la que todos, manteniendo sus diferencias legítimas, pudieran ser ciudadanos iguales ante la ley.
En las épocas y en las sociedades sometidas a la escalada del extremismo, nada es más imperdonable que el sentido común. La búsqueda de mesura y concordia es una afrenta para los aspirantes a saqueadores del desastre. Aprender de Camus es tan necesario ahora como hace sesenta años. Los aficionados a organizarse contra el que disiente a solas no son menos eficaces que entonces. Y la raíz de lo que él defendió sigue provocando el mismo rechazo, velado o explícito: no hay tiranías legítimas; no es lícito borrar la individualidad ni el albedrío de las personas para someterlas a la siniestra uniformidad de las identidades colectivas; ninguna causa es lo bastante noble como para no ser manchada sin remedio por el asesinato.